Moira
Una madre afgana llega con su hija en brazos a Lesbos, donde se ubica el campo de Moria. (ACNUR / A. Mc Connell ©)
Las buenas ideas se me ocurren de noche, recién acostada, mientras ordeno la agenda y repaso el día vivido, el anterior, y el  que me queda por vivir, con la seguridad de despertarme a la hora en que pongo el reloj del móvil.  ¿Y si no me despertara? ¿Y si me quedara para siempre atrapada en el sueño en el que sueño que me despierto cada día y que soy otra persona a la que llamo yo, con otro rostro, o con el mismo, pero en otra ciudad, en otro país, por ejemplo El Congo,  México o Irak?
Podría ser que lo que yo llamo realidad,  sea un sueño, o tal vez, que lo que sueño, sea  verdad y que esto que hago ahora mismo, sea el coma de otra mujer. Siendo franca, estos pensamientos, nunca se me han ocurrido  mientras doy  vueltas en la cama tratando de dormirme pronto sino más bien sentada en el retrete, y durante un minuto o dos, lo que dura mi visita al baño, me da por pensar que quizá en otra dimensión yo sea una anciana que no recuerda nada, que lo ha olvidado todo menos las manos de su madre arropándola en la cama, o la de su padre, mientras paseaba por el bosque o de camino a la estación en espera de un tren. Mientras recuerda su pasado lo ignora todo de su presente, el color de su vestido, el dulzor de la batata, el sonido de la voz del hijo, el olor de la almohada, de la lluvia, de la vida.
No voy fundamentar nada de lo que pienso citando a Calderón de la Barca, a Descartes o a Aristocles. Esto no es un estudio de la mente, ni un escrito divulgativo acerca de experiencias paranormales. Sé que estoy aquí, tecleando un miércoles por la tarde,  con un silencio relativo a mi alrededor, alterado de vez en cuando por el chirrido de una puerta lejana, la voz de una niña o el batir de alas de los mirlos que emprenden el vuelo hacia otros lugares a los que les empuja el viento y el aire.
Estoy sola en un mundo habitado por almas que nunca llegarán tal vez a plantearse estas preguntas porque el agua que beben está a kilómetros de distancia, o la comida es escasa y la única preocupación de cada día consiste en sobrevivir al hambre, a la guerra, o a la violencia que las encierra y las somete a la injusticia y al terror. A lo lejos suena la misma trompeta de siempre, desafinada y persistente ensayando tal vez una marcha triunfal y también el rumor que levantan las calles infestadas de gente que pasea con cámaras y mochilas impregnando su cerebro de imágenes que han de olvidar al cabo de los meses.
Esto es lo que yo imagino, sentada aún en la penumbra de mi habitación, cómoda, sin el temor de que una bomba caiga sobre mi techo y me convierta en polvo.  Sin la tristeza de tener que abandonar mi casa y huir con los míos a otra tierra, a otro continente, a empezar de nuevo en casas de acogida, o en pisos de refugiados. Sin ese miedo que no es el mío porque no huyo de la guerra, ni de la violencia cotidiana de, pongamos por caso, Ciudad Juárez, ni me encierran en un burka ni me han casado contra mi voluntad.
Mis temblores son otros, los que emanan de la sociedad en la que vivo, atrapada en sus propias miserias, con sus pérdidas continuas, su falta de libertades, su violencia constante, sus embustes, su insolidaridad y su creciente embrutecimiento ante el dolor de los demás. Me siento perpleja ante lo que ocurre a mi alrededor, cansada de tanto discurso, de tanta palabra huera, de tanta manipulación. Se vende por cierto lo que no son más que mentiras, se educa para la compra, para la competitividad, para la nueva esclavitud, para el no ser. El otoño se muestra bajo la forma de una bata de flores, las campanas de la iglesia se oyen amortiguadas por el cristal de una ventana cerrada.
Hace un poco de frío y en el campo de refugiados de Moira, en la isla de Lesbos, la misma  en la que habitó la poetisa Safo, mujeres y hombres tal vez  sueñen que viven en España,  en un hermoso pueblo pintado de blanco, cuyo cielo siempre es limpio y transparente y que sus hijas algún día serán mujeres libres que escribirán al atardecer, mientras las aves emprenden su largo viaje impulsados por vientos más cálidos.
Moira
Asia es una niña siria refugiada de cuatro años. (ACNUR / D. Kashavelov ©)