domingo, 28 de julio de 2019

Sodio es un libro de relatos cortos, inédito, que escribí en la primera década de 2000. Algunos de sus relatos fueron publicados en la revista Murray Magazine y otros son totalmente inéditos. Hoy he decidido compartirlos con vosotr@s, de modo que iré subiendo los relatos al blog durante este verano. Comienzo con La Traductora bilingüe.



LA TRADUCTORA BILINGÜE 

   Describir un paisaje no es vivirlo. Escribir sobre la luz que irradia desde un tejado cuya única urdimbre es una cota de malla repleta de minúsculos agujeros, es jugar con las palabras que horadan la realidad como el taladro del albañil saquea la piedra y la vence.
     A Ción le era difícil hablar. Ser bilingüe es un regalo de la vida, le había dicho su abuela en algún momento. Durante años había tenido que traducir cada palabra, rehacer las estructuras tan aparentemente fijas de su lengua, lo que le había restado naturalidad y creado dificultades para entablar conversación con los demás.
     Dominar varios idiomas,  acceder a otras con la facilidad con la que cualquiera podía enhebrar una aguja, habían sido un orgullo y al mismo tiempo, un lastre. Pero ya no era la niña australiana, hija de españoles, que soñaba con vivir algún día en el país de su padre. Ahora era una mujer dispuesta a hablar y con un curriculum en la carpeta. Lo que había sido un problema, de pronto se había vuelto una ventaja.
     La costumbre de la traducción, que le había impedido ser espontánea y condenado al silencio voluntario, se convirtió de pronto en la única oportunidad de cambio. 
     La academia Estoa se situaba en pleno centro de la ciudad, en una calle concurrida de bancos y de comercios. Su fachada, una puerta con una placa de metacrilato amarillento como único reclamo para un centro de estudios que ofrecía clases particulares de todas las asignaturas, para todos los niveles, en todos los meses del año.
     Una vez franqueada la entrada, el patio de luces invitaba a la experiencia de la perplejidad. Del antiguo abolengo del inmueble sólo quedaban los baldones de la pobreza. El suelo sobre el que  iba pisando mostraba dibujos geométricos dispuestos en cuadros resquebrajados y ennegrecidos, ocre, negro y blanco roto, junto al verde seco de la altísima palmera que se levantaba en medio del patio.
     Había comenzado a subir los escalones casi de puntillas y con una mano se aferraba a la barandilla mientras que con la otra se sujetaba el bolso que le colgaba del hombro.  Deshazte de lo innecesario, murmuraba para sí.
     Antes de llegar al último escalón, Ción Reina se había soltado la melena, guardado los pendientes en el bolsillo de la chaqueta y pasado la lengua por última vez (se prometió)  por los labios.
     La luz se había hecho más intensa, el suelo dejó de tener dibujos y se tornó grisáceo, como las paredes del pequeño despacho del que procedían las voces que la habían guiado hasta allí. La visión de un  hombre que le recordaba a un buey y su invisible olor a violencia contenida se mezclaban ahora con el no color de las paredes y del escaso mobiliario de la  habitación.
     Entonces se le disparó. El corazón le había comenzado a  latir con fuerza durante los tres o cuatro segundos que mediaron entre su intención de dar los buenos días y el buenos días que finalmente profirió. Los dos individuos que se hallaban dentro del cuchitril la miraron sin interés pero contestaron al saludo.
     ___Quisiera hablar con el director del centro, si es posible.
     ___No está  ___dijo el menos robusto de los dos hombres. ___¿Para qué lo quieres?
     ___Para entregarle un currículum.
     ___¿Y tiene que ser personalmente? Lo puedes dejar aquí.
     ___Prefiero dárselo en mano. ¿Sabe cuándo va a volver? ¿Tardará mucho?
     ___No tengo ni idea. A lo mejor, ni viene en todo el día.  
      Ción dejó el porta documento de plástico transparente sobre la mesa, volvió a mojarse los labios, esta vez para decir adiós, pero el hombre buey y el presunto secretario que la había atendido se hallaban ya inmersos en un nuevo diálogo que ella prefirió no interrumpir.
     Cruzó el pasillo de luz hacia las escaleras sin decir ni una palabra y comenzó a bajarlas con el mismo sigilo con el que subió. Cuando llegó abajó, reparó en algo que no había estado antes. Un perro negro, atado a la palmera con una cadena, la observaba en silencio.













4 comentarios:

Héctor dijo...

Me ha encantado

Mª Ascensión Marcelino Díaz dijo...

Muchas gracias.

Herminia dijo...

Me encanta que te hayas decidido a compartir estos relatos. Me gusta leerte, así que sigue compartiéndolos. Más y así de buenos.

Mª Ascensión Marcelino Díaz dijo...

Muchas gracias. Seguiré tu consejo. Imparable.

Y sin embargo, se mueve.

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