La única suerte de Berta López fue ser la
hermana de un genio. Eso pensaba cada
mañana al despertarse, antes de poner un pie en el suelo, de calzarse las
zapatillas, de sentarse en la taza del váter. Durante años creyó que su hermano
debió de ser la respuesta a la plegaria de su madre, y ella, la
primogénita, nacida al margen de todo pacto con dios, la semilla que el azar alojó en su vientre.
La mujer de la maleta
roja recuerda con todo detalle la habitación
en penumbra. Amanecía y una luz tintada dominaba el cuarto del Samuel. Entonces el
pequeño y blanco envoltorio rompía a llorar y el silencio estallaba en pisadas
y en susurros que procedían del otro lado de la pared. La escena siguiente es
una variación de la primera aunque los ruidos se suceden a un ritmo más
armonioso.
Su madre abraza a la criatura y baila con ella mientras entona una
canción de cuna. El llanto del niño forma parte de los arpegios y semicorcheas
que emborronan las paredes de la casa. El bebé llora con nervio, en cada lugar
en que se encuentra deja algo de sí, un olor, un gemido, una risa bañada en
leche.
El amor es un dolor en el centro del
pecho, un presentimiento de que todo lo que es real se desintegrará sin
remedio. Sus piernas, su pelo, los dedos de sus manos cada vez más pequeñas,
invisibles, parecen no pertenecer a su cuerpo. Ella ya no es nadie. Todos
miran algo envuelto en trapos, de boca
abierta y de ojos como arañazos.
Comenzó a odiar a esa criatura roja y peluda
desde el mismo momento en que empezó a abultar en el vientre de su madre. Las
ausencias de ella y la escasa atención
que empezó a prestar a lo que había a su alrededor, fueron la señal de que el
cielo nunca volvería a ser azul y de que todo lo que había que tomar del mundo
estaría siempre cubierto de escarcha y de ausencia.
Berta aprendió a convivir
con la rabia de no ser ella sola el punto al que convergía la única mirada que deseaba atrapar, el único aliento que su pequeña nariz deseaba
aspirar, la mano de la que no soltarse nunca, los dedos pequeños y huesudos de
su madre.
No le importaba llegar a tiempo. Podría
viajar a cualquier parte y el cristal
roto de la ventanilla del tren la acompañaría fragmentado en miles de diminutos
trozos de vidrio. El invierno estaba por llegar pero una gota de sudor se
deslizaba por su espalda hasta quedar aplastada en la frontera elástica de las
bragas de algodón y de las medias negras
de licra.
Se levantó y se estiró la falda de tubo ante la mirada disimulada de
dos hombres que, sentados frente ella, observaban su reflejo en los cristales sucios y esmirriados
de la ventanilla del tren. Salió del vagón buscando el baño que se encontraba dos
compartimentos más allá, sacudida por los movimientos zigzagueantes del tren. Llegó
hasta el minúsculo excusado al que no le faltaba un espejo en el que mirarse la
pequeña cicatriz que le cruzaba una parte de la mejilla izquierda.
El grifo en su continuo goteo, hilaba un
discurso rítmico y monótono y cada átomo que se estrellaba contra el zinc del
lavabo significa un segundo de más o de menos, según se mirase, hacia delante
donde habitaba la esperanza, o de regreso a un tiempo indefinidamente
clausurado. Berta ya no era una niña infausta
eclipsada por su hermano menor sino una escritora de cierto éxito que vivía bajo un nombre falso y de una
escritura sin rima.
Sabía lo que le ocurriría a los demás pero de sí misma
ignoraba cómo enfrentarse a la soledad y
al vacío. Las cartas que escribía a su
amante imaginario cuando los latidos del sexo la empujaban a levantarse de
madrugada de la cama, eran destruidas a la mañana siguiente, hechas jirones que
convertía en minúsculas bolitas que después tiraba al retrete y bañaba con el
agua de la cisterna.
La
luna parecía ofrecer mejores viandas a aquellos que creen en el poder de las
estrellas.Tan lejana, tan hermosa, tan
llena de mentira, tan blanda en su apariencia distante. Su hermano era
el sol, el centro del universo.Y entonces, se murió.De repente. No despertó aquella
mañana de lluvia y de olor a manzana. Su mano
se agarraba aún a la almohada
como queriendo no caer en un mal sueño y el rostro blanco y pálido mostraba sus
ojos azules semicerrados,sombreados por unas largas pestañas enlutadas y húmedas.
Luego, la noche infinita, el vacío como clausura del tiempo, el llanto,
los gritos, el dolor de la madre, la tristeza del padre. La muerte súbita de su hermano menor no convirtió a Berta en el centro de los afectos
de sí misma. No se sintió viva con su pérdida como sí consiguió estarlo
con su nacimiento. Samuel la hizo mortal
con su presencia y la arrojó al absurdo con su inadmisible salida fuera
del tiempo.
-Su billete, señora. –El cobrador del tren
alargó la mano y marcó el tique que le ofrecía Berta. Aún no había anochecido
pero la oscuridad bizqueaba en esa otredad en que se había ido convirtiendo la
tarde. También su pensamiento parecía devenir en otro. Sus ojos inmensamente
claros se cerraban con resistencia bajo el peso de los párpados, hinchados y
brillantes.
Se frotó la mejilla y el tejido de la piel parecía más blando que
de costumbre. La felicidad no era duradera, sólo existían ciertos
momentos, pedazos prestados de tiempo.
Durante treinta años no había amado a nadie, no había sentido apego por ningún
ser vivo, excepto por Samuel, el ser al que más había odiado en el mundo, pero su marcha la dejó sin motivos, liberándola de la
desafección hasta transformar la rabia
en amor al hermano muerto.
La
oscuridad era total cuando llegó a su
destino. Las maletas aguardaban a un lado de la puerta de salida del vagón.
Miró a su alrededor. La claridad del
interior contrastaba con la negritud del exterior del tren. Buscó la luna llena
pero sólo encontró el techo fuliginoso de una vieja estación de provincias.
4 comentarios:
Me parece un relato inédito que revela de una manera profunda la personalidad de Ascensión.
Me ha gustado y me emociona.
¿Por qué? Me alegra que te guste y te emocione. Gracias por tu comentario.
Gracias por escribirlo.
Gracias por leerlo.
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